Ha (ser) comunidad
La primera vez que quise hacer una actividad en y para mi pueblo tendría 17 años. Recuerdo que me acerqué al coordinador territorial, así se llamaba el puesto de la persona que se hacía cargo administrativamente de la comunidad, y le solicité un espacio para dar un curso de verano gratuito para niñas y niños de la comunidad. Me dijo: “Nosotros te llamamos”. Y le creí.
Los días pasaron y, como ya te imaginarás, no me llamaron. Quedé muy decepcionada, pero siempre hay alguien que te sigue el juego y te anima a concretar las ideas, en este caso fue mi familia y mi mejor amigo. Para el año siguiente, con proyecto en mano y peticiones concretas, logramos que nos asignaran un pequeño salón sin ningún tipo de mobiliario. Conseguimos que llegaran como 30 niñas y niños.
De ser solo dos personas que realizábamos todo, nos convertimos en tres, y luego, año con año, se fueron sumando nuevas personas voluntarias: amistades, familia y personas que confiaron en el proyecto. Así nació el colectivo Taller Juguemos a Imaginar.
Todo lo hacíamos de manera autogestiva: para generar los contenidos, nos acercábamos a personas conocidas que nos pudieran capacitar en su área de experticia; para los recursos económicos, organizábamos bazares con cosas donadas y una quermés a cargo de madres y padres de familia; para el mobiliario, una alquiladora local nos rentaba las mesas y las sillas a un muy bajo costo; incluso, mi mamá alimentaba al colectivo para que pudiéramos quedarnos a planear las siguientes sesiones sin preocuparnos. Trabajar en territorio es hacer magia con lo que hay. Hacer más con menos y poder solucionar con lo que se te ponga en frente.
Cada vez crecíamos más y más, y así durante 10 años. Llegaron a asistir hasta 100 niñas y niños por curso y, al no tener mucho apoyo por parte de las autoridades locales, decidimos hacer los cursos en el jardín de mi mamá. Mi hermana se involucró tanto en el proyecto que se volvió la coordinadora del curso. Las y los jóvenes, que ya no podían asistir por edad, se convirtieron en apoyo.
Los cursos de verano terminaron porque las personas del colectivo que al inicio éramos jóvenes estudiantes, para estas alturas ya éramos personas adultas que teníamos que trabajar y ya no había tiempo del voluntariado. Nunca pensamos en sistematizar la metodología, ni sabíamos que esto en la teoría tenía un nombre. Estoy segura de que, con un poco más de conocimiento e iniciativa, alguien lo hubiera retomado. En fin, fue triste la despedida, pero la comunidad del Taller continuó de una u otra manera: aún caminamos por las calles del pueblo y se paran a saludarnos; un grupo de jóvenes organiza la posada y nos invitan. Incluso, cuando mi mamá falleció, quienes son jóvenes ahora y muchas mamás nos acompañaron a despedirla. Creo que esta comunidad va a permanecer por muchos años más.
14 años después, en el 2019, leí por ahí la convocatoria de Semilleros Creativos del programa Cultura Comunitaria. Ya con experiencia profesional, y después de haber estudiado varias cosillas en materia cultural, entendí que era muy parecido a lo que yo había hecho tiempo atrás en mi pueblo, pero en muchas comunidades de todo el país. Me entusiasmé al saber que más niñas y niños podrían acceder a estos espacios y que agentes culturales locales iban a recibir un sueldo por ejercer lo que ya de por sí hacían. Me hizo muy feliz. Aunque corra el riesgo de sonar exagerada, fue como un sueño hecho realidad.
Meses después tuve la fortuna de sumarme al área de comunicación de este gran equipo de Cultura Comunitaria y ver lo que se estaba haciendo en cientos de comunidades. Ahora formaría parte de este gran movimiento nacional. Se me pone la piel chinita solo de recordarlo. Era como verme reflejada en cada docente, promotor y promotora.
Durante estos seis años, he tenido la oportunidad de conocer los procesos de niñas, niños y jóvenes dentro de sus comunidades, pero también en grandes escenarios como el Auditorio Nacional y el zócalo capitalino. Y cada vez que presencio un evento de esa magnitud, no puedo evitar recordar a aquella jovencita de 17 años que pensó pasar sus vacaciones, año con año, organizando un curso de verano en su comunidad, compartiendo lo que sabe, aprendiendo de cada persona involucrada, invitando a más a colaborar y sembrando una semillita en quienes confiaron en el proyecto.
Si pudiera hablar con ella, le diría que durante estos años puso su granito de arena y no solo en beneficio de su pueblo sino de toda la nación, porque formó parte de un gran equipo que cree que sí es posible otra forma de hacer, vivir y reconocer la cultura, a través de políticas públicas de base comunitaria, donde la majestuosidad de lo cotidiano de cada rinconcito del país es reconocida y cobra una relevancia nacional, y donde la suma de esfuerzos pequeños puede hacer un cambio.
Con gratitud:
Cecilia Iraís Reza Arenas