La cultura de paz
Cuando en 2019 los Semilleros Creativos iniciaban, Romina, una niña de 11 años que pertenecía al Semillero de Fotografía en Morelia, Michoacán, titulaba a uno de sus trabajos: El tesoro perdido. Ella explicaba que las diferencias, los conflictos, los cárteles y la guerra le habían quitado a su comunidad la paz: algo simple que causaba felicidad, pero que –al igual que un tesoro perdido– era difícil de encontrar en esos momentos.
En México hay muchas niñas, niños y jóvenes, como Romina, que crecieron en contextos violentos y añoran una paz que les arrebataron. Para responder a esos anhelos es necesario reflexionar sobre qué entendemos por cultura de paz. No es solo algo opuesto a la guerra, a la violencia, al conflicto. Cuando nos quedamos con esa definición de “paz”, podemos terminar justificando el uso de la fuerza o las acciones bélicas por parte de gente que toma la posición defensiva y dice que son necesarias para darnos seguridad. En una perspectiva más amplia, la paz tiene que ver con la lucha contra la violencia: no solo la que aparece ante nuestros ojos, sino también la que a veces no se ve.
En un breve ejercicio realizado en el Semillero de Fotografía en Zaachila y Mitla, Oaxaca, al preguntar sobre la violencia y algunos ejemplos para ejemplificarla, Mónica, Maritza y Víctor aludieron a las agresiones directas contra personas y animales; otras niñas como Getsemani y Yessica enmarcaron también la violencia psicológica y Renata nombró directamente la violencia económica, de género y patrimonial.
El reconocimiento de estas violencias que son menos evidentes es fundamental: nuestro concepto de paz se amplía al comprender que además de la violencia directa (aquella que ejercen personas o grupos concretos hacia otras y otros) existe la violencia estructural (las condiciones sociales que permiten o propician relaciones desiguales).
Si la paz es ausencia de violencia simbólica y estructural –reflexiona John Paul Lederach a partir de definiciones propuestas por otros pensadores del tema–, un enfoque para abonar a una concepción más vasta sería pensarla como un sistema de relaciones en los que existe una verdadera justicia social.
Finalmente, la violencia –nos recuerda este pacifista a través de la argumentación de su maestro Johan Galtung– puede ser pensada como “la causa de la diferencia entre lo que una persona podría ser pero no es debido a la situación que padece”. Estas causas, muchas veces, son provocadas por interacciones en las que personas o grupos obtienen mayores recursos (naturales, económicos, etc.) a través de la opresión de otras personas y otros grupos.
Frente a esta potencia de lo que cada individuo o grupo podría llegar a ser, de contar con las condiciones necesarias; la paz comienza a dibujarse de manera más concreta y positiva bajo las líneas de la justicia. Para que esta exista, es necesario que las interacciones entre individuos y grupos sociales sean equitativas, cooperativas, no violentas, ni represivas. A esto se le llama usualmente “paz positiva”.
La paz positiva nos invita a imaginar relaciones que no se sustentan en el poder sino en la solidaridad y la reciprocidad; procesos que no temen a la idea de conflicto porque ven en este oportunidades para cambiar situaciones injustas y para realizar ejercicios que permitan una escucha abierta al punto de vista del otro. Es una forma de crear las condiciones para idear y construir juntas y juntos futuros posibles que sean más justos sin temer a las tensiones que surjan en el camino.
Cuando promovemos una cultura de paz, es importante tener en cuenta que nuestro objetivo es generar procesos donde se desarrolle una mirada crítica frente a las condiciones que fomentan el uso del poder como una forma de control y dominación sobre otras y otros; pero también crear las condiciones para desarrollar procesos de relación desde una perspectiva positiva sobre la paz.
Desde 2019, diversos Semilleros de todo el país han coexistido en áreas donde aún operan grupos delincuenciales. Niñas, niños y jóvenes han desarrollado proyectos para enfrentar esta realidad, que van desde rehabilitación y ocupación de espacios abandonados, hasta la realización de reuniones para abordar el miedo, expresar sus sentimientos y canalizarlos a través de las disciplinas artísticas que aprenden. La búsqueda de espacios seguros para reunirse y el deseo de crear colectivamente, a pesar de vivir en zonas afectadas por la violencia, es una situación con la que ellas y ellos conviven.
Docentes, promotoras y promotores son conscientes de que aquello que sucede en los Semilleros no es suficiente para detener la violencia, pero ayuda a construir en niñas, niños y jóvenes otros modelos de interacción basados en el diálogo, la colaboración mutua, la cooperación y la confianza. Acciones que eventualmente podrían ayudarles a mediar o resolver conflictos surgidos en su cotidianidad de manera no violenta.
No es gratuito que en los Semilleros Creativos de todo el país, niñas, niños y jóvenes sean nombrados como “las semillas”. Mantenemos la convicción de que aquello que se siembra pueda transformar la manera de percibir la paz en los grupos. Y que desde fuera, quienes observan, puedan descubrir que es posible otro tipo de relaciones donde el cuidado, el bienestar y la dignidad de todas y todos estén por encima de los desacuerdos e intereses individuales o colectivos.