El Convite cultural, un amplio horizonte de experiencias
Trazar un único perfil de las y los agentes culturales en territorio que participan en el programa Cultura Comunitaria a través de los Convites culturales sería imposible. La diversidad de sus trayectorias, intereses creativos y formas de trabajar con la comunidad son, precisamente, lo que enriquece el programa y da pluralidad a las actividades realizadas en cada lugar. Es por eso que queremos dedicar varias entradas de este blog para presentar a diferentes agentes culturales que hacen de los Convites un amplio horizonte de experiencias.
Muchos agentes reconocen que antes de la creación de Cultura Comunitaria, las actividades que realizaban en diferentes comunidades eran sostenidas y financiadas por su cuenta. También, que es la primera vez que alguien les llama “agentes culturales”, aunque en la práctica lleven años trabajando y organizándose con otras personas para trabajar en comunidades diversas. En todo caso, el trabajo artístico o cultural en territorio y su vinculación con la transformación social, no les es desconocido. Caminar ahora junto a Cultura Comunitaria es una oportunidad para aprender de esta nueva experiencia donde la organización de actividades junto a un aparato gubernamental que los respalda también implica muchos retos en el ámbito administrativo.
¿Cuáles son las razones que tiene alguien para trabajar en comunidad? Las respuestas casi siempre tienen que ver con las propias historias de vida.
Para el escritor y poeta Alessander Segovia Haas su participación en el Convite cultural Entre trazos y retazos: recuerdos de Pomuch en Campeche, el Convite es la posibilidad de recoger colectivamente las historias que permanecen vivas en la región y de investigar aquellos relatos orales que forman parte de la memoria colectiva.
El trabajo comunitario que realiza es, de alguna manera, la continuación de una iniciativa que comenzó en su época universitaria cuando, junto a otros cuatro estudiantes de literatura, planeó en la facultad una serie de talleres que luego llevó a lugares donde la oferta de actividades culturales y artísticas era menor en relación al interés que existía. Una manera de vincular el intercambio de saberes entre las personas del pueblo y la academia, que no era sino respuesta a sus propias experiencias de vida donde la centralización de la cultura era una constante.
Si Alessander había llegado a la literatura desde pequeño, había sido a través de la pequeña biblioteca de su tío que era profesor. En ese lugar al que escapaba diariamente para leer, especialmente, relatos sobre la memoria oral de África había descubierto la universalidad de las historias locales.
Y aunque su veta poética despertó en la secundaria, fue en la preparatoria donde descubrió la importancia de salir del lugar donde había crecido. Afuera del pueblo, en la ciudad, el acceso a las actividades acordes a su interés como joven curioso, lector y escritor en ciernes, parecían más vastas. De ahí también la conciencia de que regresar a Pomuch, Hecelchakán, para devolver lo aprendido, era importante.
Regresar implicaba también poner atención en aquello que existía dentro de los pueblos, pero no estaba presente –o no tanto– en el horizonte literario o académico como la memoria oral. Frente a esa falta, había que juntarse con las mujeres, hombres, niñas y niños que mostraban su interés por la cultura y la literatura en las presentaciones de libros que Alessander realizaba junto a colegas que también escribían, y construir en colectivo otra forma de entender lo literario, la cultura y el arte.
Aunque en su trabajo literario no necesariamente está expuesto el tema de lo comunitario, en el trabajo en territorio la mirada amplia que tiene sobre la literatura ha servido para vincular a varias generaciones en torno de la palabra, los relatos y las historias con las que se tejen la identidad de un lugar y sus habitantes.
En otra parte del país, para Ángel Hedely Martínez Pimentel, originario de la zona mixteca, realizar el Convite cultural Sonidos y colores de mis raíces en San Miguel Tlacotepec, Oaxaca, es una forma de darle continuidad a lo que su padre y él hacían a través de la música: reconocer su propia cultura, contar las historias de su territorio y llamar a la conciencia social para no permitir las injusticias.
Ángel –quien conoció la historia del asentamiento y fundación de su pueblo a través de la tradición oral legada por sus abuelos–, encuentra en la música una forma de dialogar con las nuevas generaciones. Así como su padre había plasmado en la composición de una chilena varias de las tradiciones de San Miguel Tlacotepec como la fiesta patronal de San Miguel o la danza de los Chilolos (o danza del jaguar), Ángel decidió narrar en una canción de rock sus orígenes mixtecos y el despojo al que su pueblo se vio sometido.
La música era una forma de recuperar los orígenes para poder cuestionar después el encuentro con otras culturas y el resultado de esa interacción. Poner en duda lo que se conoce a partir del reconocimiento de la historia local y formar un pensamiento crítico con la música como vía, fue la manera en que inició su trabajo en de la mano de otros agentes culturales como artesanos y músicos de otros géneros. Ahora, en el Convite, las canciones son un detonante para pintar, dialogar y reflexionar sobre qué significa ser de San Miguel Tlacotepec: es decir, una forma de explorar la identidad como algo que continúa en construcción.
En estos dos relatos, y los que continuarán en otras entradas, se descubre entre líneas el sentido que las y los agentes culturales dan al trabajo en comunidades: existe una apuesta por devolver aquello que les fue heredado y también por abonar a la creación de futuros más justos a partir del encuentro colectivo y la organización.